Quienes se han iniciado en la práctica de la meditación y la han incoporado metódicamente como parte de su vida saben que hay aspectos de su pensamiento, de las decisiones que toman y, en suma, de forma en que se sitúan y viven la realidad, que caben en la dicotomía antes/después. La atención, la concentración, la conciencia del presente y otras habilidades cognitivas afines se ejercen de manera distinta antes y después de haber hecho de la meditación un hábito sostenido.
Esto, como decimos, podría corroborarse con el testimonio de las personas que meditan, sin embargo, quizá algunos escépticos considerarían dichas pruebas mero empirismo discursivo y exigirían evidencia más contundente.
Es posible que esa haya sido la postura de Sara Lazar al respecto. Lazar labora actualmente en el Hospital General de Massachusetts y en la Escuela de Medicina de Harvard, en donde ejerce y enseña como neurocientífica. Como otros, la doctora también tenía ciertas reservas hacia los beneficios de la meditación que se pregonan con tanto fervor. Un día, sin embargo, mientras se entrenaba para el maratón de Boston y como consecuencia de una recomendación médica para tratar una lesión propia de corredores, Lazar comenzó a tomar clases de yoga, un poco como parte de la tendencia contemporánea de popularización de dicha disciplina.
La doctora solo acudió porque su médico le aconsejó ganar flexibilidad muscular, pero aun así tuvo que escuchar el entusiasta discurso de su instructor, quien le aseguró que el yoga la volvería más compasiva y le haría abrir su corazón. Y ella, que al principio era incrédula, poco a poco notó que, en efecto, estaba más calmada, podía enfrentar situaciones complejas con cierta facilidad y, por último, se había cumplido lo dicho por el instructor: notaba mayor compasión en su vida diaria, además de cierta inclinación por dar cabida a puntos de vista distintos al suyo.
Su curiosidad de científica le llevó a investigar estos efectos del yoga con el rigor de su formación y los recursos al alcance. Además de encontrarse con abundante literatura al respecto ―estudios que, por ejemplo, indagan sobre el uso terapéutico de la meditación en casos de estrés, depresión, insomnio, angustia y otros padecimientos mentales y psicosomáticos– Lazar emprendió sus propios experimentos de laboratorio, también como parte de su investigación posdoctoral, inicialmente en biología molecular pero que viró hacia la neurociencia por su experiencia con el yoga.
En principio, la doctora examinó la materia gris de dos grupos de personas: uno integrado por hombres y mujeres que han meditado buena parte de su vida y, por otro lado, un grupo de control con personas que no practicaban la meditación ni algún otro ejercicio afín. Entre otros resultados, Lazar y su equipo encontraron que dicho componente era mayor en el primer grupo, particularmente en el córtex frontal (asociado con la memoria y la toma de decisiones) pero, en especial, en el córtex sensorial, la ínsula y regiones relacionadas con la audición. “Lo cual tiene sentido”, explica la doctora, “cuando estás más consciente pones atención a tu respiración, a los sonidos, a la experiencia del momento presente, y apagas la cognición: es lógico que los sentidos mejoren”. En el caso del córtex prefrontal y su vínculo con la memoria, Lazar también encontró que la materia gris presente ahí en personas de 50 años que meditaban era equivalente al de una persona sana de 25 años.
En este punto, para no creer que la meditación era una panacea, la investigadora se preguntó si quizá las personas del grupo de meditadores no tenían ya más materia gris antes de practicar la meditación. Para responder, armó otro experimento en el que un grupo de control sería comparado con otro de personas que nunca antes habían meditado y que durante 8 semanas, por 40 minutos al día, participarían en un programa de atención plena (mindfulness) orientado a reducir el estrés.
Para sorpresa de ella misma, incluso en un período tan breve, el cerebro de las personas en ese segundo grupo tuvo cambios significativos en cuatro regiones:
La corteza cingulada posterior, asociada con la divagación y la importancia de sí.
El lado derecho del hipocampo, asociado con el aprendizaje, la cognición, la memoria y la regulación de las emociones.
La juntura temporoparietal, en donde se procesan la toma de perspectiva, la empatía y la compasión.
El puente troncoencefálico, en donde se produce una buena cantidad de los neurotransmisores con los que funciona nuestro cerebro.
La amígdala, que algunos consideran fuera del cerebro, también se redujo como consecuencia de la meditación, lo cual se ha relacionado con la disminución de emociones como la angustia, el miedo y la tensión.
La curiosidad de Lazar la llevó a encontrar por sí misma el soporte científico de un conocimiento que se tiene sobre todo por experiencia personal. Y como ella misma dice, no es que la meditación sea una panacea que nos sirve para remediar todos los males que pudiera desarrollar nuestro cuerpo sino más bien que, como toda disciplina saludable, como el ejercicio físico e incluso el examen metódico del yo, aporta sus propios beneficios en esa consolidación del equilibrio a veces precario que necesitamos para vivir con mente sana en cuerpo sano.
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