Un estudio confirma la sospecha de que el buen funcionamiento del gran depurador de toxinas influye en el cerebro. La dieta y sus efectos; el abuso de antibióticos, un riesgo.
Se ha comprobado que una modificación de la flora bacteriana intestinal por medio de la dieta altera las funciones del cerebro. Lo señala un descubrimiento que abre nuevas vías para la comprensión de los mecanismos cerebrales y su modificación mediante intervenciones en la flora intestinal
Hágale caso, el intestino se asemeja a un cerebro. Quizá justamente por eso influye sobre este último. Es una idea que las antiguas tradiciones siempre consideraron: un intestino sano es la base de un organismo sano, del mismo modo que un intestino en “desorden” puede ser causa de desorden mental –cuando, en realidad, siempre se pensó en lo contrario-.
Hoy, un nuevo estudio pone el acento en la flora intestinal y en cómo ésta puede realmente influir en las funciones cerebrales o alterarlas.
Lo descubrieron los científicos de la UCLA (Universidad de California en Los Angeles) después de haber observado la alteración de las funciones del cerebro en un grupo de mujeres que consumían con regularidad alimentos que contenían fermentos vivos y probióticos, como yogur.
El equipo del Gail and Gerald Oppenheimer Family Center for Neurobiology of Streess y el Abmanson-Lovelace Brain Mapping Center, dependiente de la UCLA, publicó los resultados del estudio en la revista Gastroenterology y considera que este descubrimiento puede abrir el camino hacia nuevas intervenciones para mejorar las funciones cerebrales a través de la dieta o de intervenciones farmacológicas que actúen sobre la flora bacteriana intestinal.
“Muchos de nosotros conservamos en la heladera un pote de yogur. Porque podemos comerlo por el placer de hacerlo, por el calcio o porque pensamos que podría favorecer nuestra salud de otros modos -explica la doctora Kirsten Tillisch, profesora adjunta de medicina en la David Greffen School of Medicine dependiente de la UCLA y autora principal del estudio-. Nuestros resultados indican que algunos elementos contenidos en el yogur pueden cambiar la forma en que nuestro cerebro responde al entorno”.
“Cuando consideramos las consecuencias de este trabajo -agrega Tillisch-, los viejos dichos ‘Somos lo que comemos’ y ‘Pensar con el estómago’ adquieren nuevos significados”.
La relación cerebro/intestino es conocida desde hace mucho tiempo: todos sabemos, por ejemplo, que cuando el cerebro envía señales de estrés o emociones de determinado tipo, el intestino puede llegar a responder con síntomas gastrointestinales más o menos explosivos.
Si bien esto ya se sabía, a nivel clínico todavía no había sido probado, exceptuando algunos estudios en modelo animal. Este nuevo estudio se presenta, por ende, como el primero que observó los efectos en el hombre, demostrando que la relación es ambivalente: del cerebro al intestino y viceversa.
“En reiteradas oportunidades oímos decir a pacientes que nunca se sintieron deprimidos o ansiosos hasta que comenzaron a tener problemas con su intestino –subraya Tillisch-. Nuestro estudio demuestra que la conexión intestino/cerebro es una calle de doble sentido”.
El estudio fue llevado a cabo en 36 mujeres de 18 a 55 años, que luego se subdividieron en forma aleatoria en tres grupos.
El primer grupo consumió dos veces al día y durante cuatro semanas un yogur específico que contenía una mezcla de diversos probióticos y bacterias intestinales, creado a propósito para tener un efecto positivo en el intestino.
El segundo grupo consumió un lácteo similar al yogur, pero que no contenía probióticos. Por último, el tercer grupo no consumió ningún producto de esa índole, actuando como grupo de control.
Las eventuales modificaciones en las funciones cerebrales se midieron y analizaron por medio de resonancias magnéticas funcionales por imágenes (fMRI).
Las participantes se realizaron escaneos cerebrales antes y después del período de estudio de cuatro semanas.
Los científicos examinaron luego los cerebros de las mujeres en estado de reposo y en respuesta a una tarea visual de reconocimiento emotivo que consistía en visualizar imágenes del rostro de personas que mostraban distintas emociones, entre otras, enojo, espanto, etc.
Los resultados del estudio demostraron que las mujeres pertenecientes al primer grupo exhibieron una disminución de actividades tanto en la ínsula -que elabora e integra las sensaciones internas del cuerpo, como las que forman el intestino- y la corteza somato-sensorial durante la tarea de reactividad emocional, en relación a las mujeres que no consumían el yogur con probióticos.
Además, en respuesta a la tarea visual, estas mujeres presentaron una disminución de la participación de una red capilar en el cerebro que comprende las áreas ligadas a la emoción, la cognición y los sentidos.
Por el contrario, las mujeres pertenecientes a los otros dos grupos mostraron una actividad estable o mayor en dicha red.
Cuando, por el contrario, los científicos escanearon el cerebro en una situación de reposo, se observó que en las mujeres que habían consumido el yogur con los probióticos había una mayor conectividad entre una región cerebral clave conocida como la sustancia gris periacuductal (o gris periacueductal, GPA) y las áreas cognitivas asociadas a la corteza pre-frontal.
Al contrario, las participantes del grupo de control, mostraron una mayor conectividad del gris periacueductal con las regiones asociadas a las emociones y las sensaciones. Por último, el grupo que había consumido el producto lácteo sin probióticos mostró resultados intermedios.
Estos resultados demuestran que los efectos en el intestino involucran áreas que afectan no sólo los procesos asociados con las emociones, sino también sensoriales.
Los autores del estudio consideran que el conocimiento de lo que ocurre en el cerebro, luego de una modificación de la flora intestinal, puede llevar a ampliar la investigación destinada a encontrar nuevas estrategias para prevenir o tratar trastornos digestivos, mentales y neurológicos.
“Existen estudios que demuestran que lo que comemos puede alterar la composición y los productos de la flora intestinal –explica el doctor Emeran Mayer, profesor de medicina, fisiología y psiquiatría de la David Geffen School of Medicine en la UCLA y autor principal del estudio-. Ahora sabemos que esto tiene un efecto, no sólo sobre el metabolismo, sino que también afecta las funciones del cerebro”.
Si, por lo tanto, una alteración de la flora bacteriana intestinal puede tener efectos sobre el cerebro y sus funciones, se considera que dicho efecto puede ser tanto positivo como negativo, según el tipo de dieta que hagamos. Diversos estudios, por ejemplo, se concentraron en los efectos de algunos tipos de probióticos sobre el humor y la ansiedad.
Otros plantearon la hipótesis de que reiterados ciclos de antibióticos, así como alteran negativamente la flora intestinal pueden tener efectos negativos sobre el cerebro.
Se sospecha que la utilización intensiva de antibióticos en las salas de terapia intensiva en neonatología o para tratar las infecciones de las vías respiratorias en niños, puede llegar a tener consecuencias a largo plazo en el desarrollo del cerebro. Todas cuestiones para las cuales esperamos que los científicos puedan dar una pronta respuesta.
http://www.clarin.com/buena-vida/salud/Pensar-intestinos_0_932907234.html
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