A continuación se transcribe un relato de la Dra.
Rachel Remen hecho a propósito de la residencia del “Commonweal Cáncer Help
Program”, California, para personas con cáncer.
“Desde el comienzo del programa, en 1984, hemos
celebrado allí setenta y cinco retiros de una semana de duración. Cada mañana,
durante el retiro, mantenemos una charla que suele comenzar con unos minutos de
meditación. Durante uno de los retiros, Dieter fue el primero en tomar la
palabra después de los minutos de silencio. Con voz suave y profunda, nos dijo
lo importante que era para él reunirse con otras personas que padecían cáncer,
unas personas que comprendieran su situación. Tras guardar silencio unos instantes,
nos habló sobre su médico, un oncólogo, el cual le venía administrando
quimioterapia desde hacía un tiempo.
Cada
semana Dieter acudía a la consulta del médico para que éste le administrara una
inyección. Posteriormente, él y su médico se sentaban a charlar un rato. No más
de quince minutos. Hasta que Dieter se unió al programa de Commonweal, su
médico era la única persona con quien podía hablar abierta y sinceramente, que
comprendía la experiencia que Dieter estaba viviendo.
El
cáncer había cambiado su vida. Ahora vivía una vida tan alejada de lo
corriente, de lo normal, que con frecuencia se sentía solo. Muchas personas no
se molestaban en preguntarle cómo estaba, no comprendían una situación
totalmente ajena a ellos. A otros les afectaba tanto su tragedia que Dieter
prefería protegerlos a través de su silencio. Pero su médico comprendía su
situación. Cada semana, durante quince minutos, Dieter podía hablar con alguien
dispuesto a escucharlo, una persona a quien no tenía que explicar los detalles,
a la que no infundía miedo su enfermedad.
La vida de Dieter había sido distinta de lo normal incluso antes de
enfermar de cáncer. Nacido y criado en Alemania Oriental, había huido a través
de la «tierra de nadie», dejando atrás todo lo que le era familiar y querido.
Durante años se había sentido solo y desarraigado, como cualquier refugiado. Un
día había conocido a Lila, una americana, la cual lo acogió en su casa y le
ayudó a comenzar de nuevo gracias a su amor.
Poco
después de casarse con ella, los médicos le habían diagnosticado un cáncer de
hígado.
Desde
hacía un tiempo Dieter sospechaba que la quimioterapia ya no le ayudaba a
combatir su enfermedad. Convencido de ello, había hablado con su médico
sugiriendo que interrumpiera el tratamiento pero rogándole que le dejara seguir
acudiendo a su consulta para conversar con él unos minutos. Su médico le había
contestado secamente: «Si te niegas a que te administre quimioterapia, no puedo
hacer nada más por ti.»
Dieter
nos explicó que se había sentido cruelmente rechazado.
-Cuando
le dije que no quería recibir más quimioterapia, mi médico adoptó un aire
severo y profesional. Teníamos una relación amistosa, pero cuando mencione ese
tema cambió de actitud. Sin embargo, es la única persona con la que puedo
hablar. Su amistad significa mucho para mi.
Por
consiguiente, Dieter seguía recibiendo la inyección semanal a fin de poder
charlar y comunicarse unos minutos con su médico.
El
grupo de pacientes de cáncer escuchó atentamente su historia. Tras otra pausa,
Dieter dijo suavemente:
-Ahora
mismo, el cariño de mi médico es más importante para mi que su quimioterapia,
aunque él no lo sabe.
La
confesión de Dieter me abrió los ojos. Yo tampoco sabía que los pacientes
ansían el afecto del médico. Durante mucho tiempo, estaba convencida de que
como doctora mi cariño no importaba y que lo único valioso que podía ofrecer a
mis pacientes eran mis conocimientos y aptitudes. Mi formación médica me había
hecho olvidar la verdad: la medicina está tan unida al amor como la ciencia, y
esa relación reviste una extraordinaria importancia, incluso en los momentos
cercanos a la muerte.
Pero
yo tenía otra conexión con la historia de Dieter:
su oncólogo era paciente mío. Semana tras semana, desde las simas de una
depresión crónica, el médico me decía que nadie le quería, que no era
importante para nadie, que sólo era otra bata blanca en el hospital; para su
esposa representaba el pago de la hipoteca, para su hijo, un cheque para costear sus
estudios. Nadie lo notaría si desaparecía del mapa siempre y cuando hubiera
alguien que ocupara su lugar en el hospital y sacara la basura en su casa. Lo
trágico es que Dieter tiene en sus manos el medio de curar a su médico, de
sacarlo de su depresión haciéndole comprender lo importante que es para él, como
me lo hizo comprender a mí, pero el oncólogo, atrapado en una sensación de
fracaso debido a su incapacidad de curar el cáncer de su paciente, no puede
recibir su ayuda”.
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