viernes, 21 de septiembre de 2012

EL DON DE CURAR ES PODER SER HUMANO


A continuación se transcribe un relato de la Dra. Rachel Remen hecho a propósito de la residencia del “Commonweal Cáncer Help Program”, California, para personas con cáncer.
“Desde el comienzo del programa, en 1984, hemos celebrado allí setenta y cinco retiros de una semana de duración. Cada mañana, durante el retiro, mantenemos una charla que suele comenzar con unos minutos de meditación. Durante uno de los retiros, Dieter fue el primero en tomar la palabra después de los minutos de silencio. Con voz suave y profunda, nos dijo lo importante que era para él reunirse con otras personas que padecían cáncer, unas personas que comprendieran su situación. Tras guardar silencio unos instantes, nos habló sobre su médico, un oncólogo, el cual le venía administrando quimioterapia desde hacía un tiempo.
Cada semana Dieter acudía a la consulta del médico para que éste le administrara una inyección. Posteriormente, él y su médico se sentaban a charlar un rato. No más de quince minutos. Hasta que Dieter se unió al programa de Commonweal, su médico era la única persona con quien podía hablar abierta y sinceramente, que comprendía la experiencia que Dieter estaba viviendo.
El cáncer había cambiado su vida. Ahora vivía una vida tan alejada de lo corriente, de lo normal, que con frecuencia se sentía solo. Muchas personas no se molestaban en preguntarle cómo estaba, no comprendían una situación totalmente ajena a ellos. A otros les afectaba tanto su tragedia que Dieter prefería protegerlos a través de su silencio. Pero su médico comprendía su situación. Cada semana, durante quince minutos, Dieter podía hablar con alguien dispuesto a escucharlo, una persona a quien no tenía que explicar los detalles, a la que no infundía miedo su enfermedad.
La vida de Dieter había sido distinta de lo normal incluso antes de enfermar de cáncer. Nacido y criado en Alemania Oriental, había huido a través de la «tierra de nadie», dejando atrás todo lo que le era familiar y querido. Durante años se había sentido solo y desarraigado, como cualquier refugiado. Un día había conocido a Lila, una americana, la cual lo acogió en su casa y le ayudó a comenzar de nuevo gracias a su amor. 

Poco después de casarse con ella, los médicos le habían diagnosticado un cáncer de hígado.
Desde hacía un tiempo Dieter sospechaba que la quimioterapia ya no le ayudaba a combatir su enfermedad. Convencido de ello, había hablado con su médico sugiriendo que interrumpiera el tratamiento pero rogándole que le dejara seguir acudiendo a su consulta para conversar con él unos minutos. Su médico le había contestado secamente: «Si te niegas a que te administre quimioterapia, no puedo hacer nada más por ti.»
Dieter nos explicó que se había sentido cruelmente rechazado.
-Cuando le dije que no quería recibir más quimioterapia, mi médico adoptó un aire severo y profesional. Teníamos una relación amistosa, pero cuando mencione ese tema cambió de actitud. Sin embargo, es la única persona con la que puedo hablar. Su amistad significa mucho para mi.
Por consiguiente, Dieter seguía recibiendo la inyección semanal a fin de poder charlar y comunicarse unos minutos con su médico.
El grupo de pacientes de cáncer escuchó atentamente su historia. Tras otra pausa, Dieter dijo suavemente:
-Ahora mismo, el cariño de mi médico es más importante para mi que su quimioterapia, aunque él no lo sabe.
La confesión de Dieter me abrió los ojos. Yo tampoco sabía que los pacientes ansían el afecto del médico. Durante mucho tiempo, estaba convencida de que como doctora mi cariño no importaba y que lo único valioso que podía ofrecer a mis pacientes eran mis conocimientos y aptitudes. Mi formación médica me había hecho olvidar la verdad: la medicina está tan unida al amor como la ciencia, y esa relación reviste una extraordinaria importancia, incluso en los momentos cercanos a la muerte.
Pero yo tenía otra conexión con la historia de Dieter:
su oncólogo era paciente mío. Semana tras semana, desde las simas de una depresión crónica, el médico me decía que nadie le quería, que no era importante para nadie, que sólo era otra bata blanca en el hospital; para su esposa representaba el pago de la hipoteca, para su hijo, un cheque para costear sus estudios. Nadie lo notaría si desaparecía del mapa siempre y cuando hubiera alguien que ocupara su lugar en el hospital y sacara la basura en su casa. Lo trágico es que Dieter tiene en sus manos el medio de curar a su médico, de sacarlo de su depresión haciéndole comprender lo importante que es para él, como me lo hizo comprender a mí, pero el oncólogo, atrapado en una sensación de fracaso debido a su incapacidad de curar el cáncer de su paciente, no puede recibir su ayuda”.

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